domingo, 8 de enero de 2012

RICARDO RUBIO




RICARDO RUBIO nació en Buenos Aires en 1951. Ha publicado novela, cuento, ensayo, teatro y poesía. Son algunos de sus poemarios: Clave de mi (1982), Pueblos repentinos (1986), Historias de la flor (1988), Árbol con pájaros (1996), Simulación de la rosa (1998), Epítome (2001), El color con que atardece (2002 y 2003), Entre líneas de agua (2007 y 2008) Tercinas (2011). Ha estrenado trece de sus obras teatrales, una de ellas en Madrid, y ha sido parciamente traducido al italiano, ruso, gallego, alemán, albanés, rumano, árabe, catalán y francés.

http://ricardorubio.net/home/
https://es.wikipedia.org/wiki/Ricardo_Rubio




Nada sabemos salvo el desencuentro


Simulo distracción mientras agito otro tiempo
que inflama el corazón del amanecer.

Cierro los ojos e imagino los signos
    de un lenguaje universal.
Busco razones
mientras palpito tristezas
   derramadas en las grietas
   de un espacio perplejo.

Cuando el alba abre caminos,
absorta, la lucidez se espanta.
¿Con qué veneno ahogamos la insistencia
   y la ilusión, si de nadie es la luz de la distancia?
Ninguno es dueño del color con que atardece.
La conciencia navegó milenios para llegar aquí
y forzó un hombre aturdido 
   en medio de las piedras.

Hay alamedas heridas de sed,
pájaros con estertores de pánico,
pequeños peces luchando contra el invierno.
Pero hay manos de mujer
   a lo largo de mi espalda
   que mitigan la ferocidad de la vida.
Así siento las caricias y los desaires.
Ahora los años acosan para siempre,
   y son apenas silencio
   en el fondo de un gesto.





La razón es ciega cuando se agita un prisma


Cualquier palabra no es tu palabra;
no es tuya la voz del niño
    con garganta de trueno,
ni el color del tulipán, ni la brisa del sur.
Ese escudo no te cubre del temor,
esa cota no impide el paso de las flechas.

A veces, la luz se dispersa
    para dejar un hueco confuso
    en el ojo de los hombres.

Cuando los bosques en tierras aún indecibles
    no imaginaban su follaje,
cuando el sol era un punto
    con todos los puntos encendidos,
cuando los astros eran fragmentos
    de un único astro incomprensible y loco,
y la molécula vibraba en la insistencia,
    el escriba ya era parte de un recuerdo
    en la materia,
y aunque sus ojos no atinaban ni el espíritu
    ni el hueso, ni el calor, ni la intemperie,
en su inercia la vida planeaba la risa de la pasión
    y el cuarto oscuro de la ciencia.

Luego un hombre entrevió el roce, la fisura,
el músculo partido
    por la simple disolución de la franqueza.

Y gimió.





Los ojos se cierran a la danza o se abren al dolor


El tala se ciñe entre arrugas y silencio;
entra y sale del aire con una fuerza antigua.
Se lleva la última gota de las acequias
hacia un torrente invisible
que no alcanza su piel muda.

Cuando el monte envuelve su sed y su tristeza
el cielo lo ve alzar los brazos al viento.

Navegaré la eternidad para entender este porqué,
este confuso caracol que se ahoga entre arena y sal,
esta ambición que cae en las manos de la intolerancia,
este falso remanso de la idea.
¿Cómo ver el otro lado del espejo
    cuando el núcleo está en la carne?
¿Cómo ser uno cuando desmayo?

La vida se contrae, se recuesta en la senilidad,
se apostema y se aturde.
El delirio invade las formas, la razón vacila,
la desnudez intenta un color en las tinieblas
y busca una especie, una estirpe, una tribu,
un cimiento donde sembrar el aire.

Pero la luz se hace noche, niebla, sopor,
confusión de lirios a la sombra de un nogal.
Carreras infames dibujan un pasar delgado y pueril.

El ocaso es demasiado vértigo para la desnudez.






Nos mantenemos agua  en un estanque mensurado y atónito


Acaso consagramos las tardes al estupor.
Alejados del ya,
indagamos lugares sagrados de la memoria:
los pródigos sueños, las tantas quimeras,
las ambiciones que crecían temerosas
con lentitud de otoño.

Tristemente, el niño se obliga
a dejar la ingenuidad y juega a estar cansado.

Las horas se hacen interminables días en la luz.
Inteligibles las cosas se ufanan de existencia.

La decisión es al fin un nervio que obedece,
un latido que se expresa, que se abre.
El tiempo deviene en el verdadero sí de las manos
y descree de oscuros enemigos revelando un calor
    que no sucumbe al frío de la tristeza.

Aún así la paciencia hace lentos los meses,
los siglos llevan en andas lo indecible de lo eterno,
la levedad y la caricia se someten a la ansiedad,
el olvido se hace nunca y la esperanza brisa.
El antes alberga una quietud
    y el ahora una historia y un silencio.

No tenemos tiempo más que para nombrarnos.
Casi siempre el árbol es más débil que su flor.
Nacemos para ir perdiendo la luz de las estrellas.





Eternamente ahora

Siempre este ya pegado a los ojos.
A cada instante un segundo baladí,
un ahora infinito que nutre y azora
el presente de las indecisiones:
instantáneo, efímero.
Inaferrable.



 

Alrededores

Las aves
en la tarde,

las azucenas
y el silencio,

el fondo rojizo
del infinito,

todos habitan
este pequeño corazón.


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