RICARDO RUBIO nació en Buenos Aires en 1951. Ha publicado novela, cuento, ensayo, teatro y poesía. Son algunos de sus poemarios: Clave de mi (1982), Pueblos repentinos (1986), Historias de la flor (1988), Árbol con pájaros (1996), Simulación de la rosa (1998), Epítome (2001), El color con que atardece (2002 y 2003), Entre líneas de agua (2007 y 2008) Tercinas (2011). Ha estrenado trece de sus obras teatrales, una de ellas en Madrid, y ha sido parciamente traducido al italiano, ruso, gallego, alemán, albanés, rumano, árabe, catalán y francés.
http://ricardorubio.net/home/
https://es.wikipedia.org/wiki/Ricardo_Rubio
Nada sabemos salvo el desencuentro
Simulo
distracción mientras agito otro tiempo
que inflama
el corazón del amanecer.
Cierro los
ojos e imagino los signos
de un lenguaje universal.
Busco
razones
mientras
palpito tristezas
derramadas en las grietas
de un espacio perplejo.
Cuando el
alba abre caminos,
absorta, la
lucidez se espanta.
¿Con qué
veneno ahogamos la insistencia
y la ilusión, si de nadie es la luz de la
distancia?
Ninguno es
dueño del color con que atardece.
La
conciencia navegó milenios para llegar aquí
y forzó un hombre
aturdido
en medio de las piedras.
Hay
alamedas heridas de sed,
pájaros con
estertores de pánico,
pequeños
peces luchando contra el invierno.
Pero hay
manos de mujer
a lo largo de mi espalda
que mitigan la ferocidad de la vida.
Así siento las
caricias y los desaires.
Ahora los
años acosan para siempre,
y son apenas silencio
en el fondo de un gesto.
La razón es ciega cuando se agita un prisma
Cualquier palabra no es tu palabra;
no es tuya la voz del niño
con garganta de
trueno,
ni el color del tulipán, ni la brisa del sur.
Ese escudo no te cubre del temor,
esa cota no impide el paso de las flechas.
A veces, la luz se dispersa
para dejar un
hueco confuso
en el ojo de los
hombres.
Cuando los bosques en
tierras aún indecibles
no imaginaban su follaje,
cuando el sol era un
punto
con todos los puntos encendidos,
cuando los astros
eran fragmentos
de un único astro incomprensible y loco,
y la molécula vibraba
en la insistencia,
el escriba ya era parte de un recuerdo
en la materia,
y aunque sus ojos no
atinaban ni el espíritu
ni el hueso, ni el calor, ni la intemperie,
en su inercia la vida
planeaba la risa de la pasión
y el cuarto oscuro de la ciencia.
Luego un hombre
entrevió el roce, la fisura,
el músculo partido
por la simple disolución de la franqueza.
Y gimió.
Los
ojos se cierran a la danza o se abren al dolor
El tala se ciñe entre arrugas y silencio;
entra y sale del aire con una fuerza antigua.
Se lleva la última gota de las acequias
hacia un torrente invisible
que no alcanza su piel muda.
Cuando el monte envuelve su sed y su tristeza
el cielo lo ve alzar los brazos al viento.
Navegaré la eternidad para entender este porqué,
este confuso caracol que se ahoga entre arena y sal,
esta ambición que cae en las manos de la intolerancia,
este falso remanso de la idea.
¿Cómo ver el otro lado del espejo
cuando el núcleo
está en la carne?
¿Cómo ser uno cuando desmayo?
La vida se contrae, se recuesta en la senilidad,
se apostema y se aturde.
El delirio invade las formas, la razón vacila,
la desnudez intenta un color en las tinieblas
y busca una especie, una estirpe, una tribu,
un cimiento donde sembrar el aire.
Pero la luz se hace noche, niebla, sopor,
confusión de lirios a la sombra de un nogal.
Carreras infames dibujan un pasar delgado y pueril.
El ocaso es demasiado vértigo para la desnudez.
Nos
mantenemos agua en un estanque mensurado y atónito
Acaso consagramos las tardes al
estupor.
Alejados del ya,
indagamos lugares sagrados de la
memoria:
los pródigos sueños, las tantas
quimeras,
las ambiciones que crecían temerosas
con lentitud de otoño.
Tristemente, el niño se obliga
a dejar la ingenuidad y juega a
estar cansado.
Las horas se hacen interminables
días en la luz.
Inteligibles las cosas se ufanan de
existencia.
La decisión es al fin un nervio que
obedece,
un latido que se expresa, que se
abre.
El tiempo deviene en el verdadero sí
de las manos
y descree de oscuros enemigos
revelando un calor
que no sucumbe al frío de la tristeza.
Aún así la paciencia hace lentos los
meses,
los siglos llevan en andas lo
indecible de lo eterno,
la levedad y la caricia se someten a
la ansiedad,
el olvido se hace nunca y la
esperanza brisa.
El antes alberga una quietud
y el ahora una historia y un silencio.
No tenemos tiempo más que para
nombrarnos.
Casi siempre el árbol es más débil
que su flor.
Nacemos para ir perdiendo la luz de
las estrellas.
Eternamente ahora
Siempre este ya pegado a los ojos.
A cada instante un segundo baladí,
un ahora infinito que nutre y azora
el presente de las indecisiones:
instantáneo, efímero.
Inaferrable.
Alrededores
Las aves
en la tarde,
las azucenas
y el silencio,
el fondo rojizo
del infinito,
todos habitan
este pequeño corazón.
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